Y me hablaba el abuelo,
con voz de que sólo yo le oyera,
porque aún sentía el miedo de
entonces,
de las noches al sereno,
de aquel sereno con hambre y con
sueño,
con el miedo pegado a la espalda
negra,
con el miedo de nunca saber qué
ocurriría luego.
Y con aquella negra suerte de estar
en el bando equivocado
(siempre lo estuvo y, al parecer,
eso se hereda).
Y me hablaba de que conoció a
extranjeros
a los que no entendía, pero que
sintió cerca,
salvando lo insalvable, muriendo en
territorio
que nunca sería suyo.
Y el abuelo no sabía aún cómo era
posible
que alguien lo dejara todo,
a los hijos también, a las mujeres-madres,
para venir a abrirse en canal
en las cunetas de otros
y a dejarse matar con la
esperanza intacta.
Y trajeron con ellos esa simiente
y la repartieron sin pedir nada
y la dejaron para que hoy,
todavía hoy, no hayamos sido
capaces
de devolverles la luz de la memoria
como merecen.
Y el abuelo aquí, si levantaba la
voz,
porque se iba encendiendo
como si ya hubiera permiso para
nombrarles
y hacerlos vivos otra vez.
Y yo diría que el abuelo entonces
tenía los ojos más brillantes,
aunque él decía que era la puta
“rija”,
que le hacía llorar como a los
niños,
y se frotaba con rabia para que no
le vieran
hacerse viejo de repente.
BEGOÑA ABAD DE LA PARTE
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